Estamos justo a una semana de celebrar Navidad y a dos semanas de iniciar el 2021. Es momento de reflexión. De hacer un balance, un recuento de daños, de logros, de cambios.
La vida nos cambió a todos. Nuestros hábitos fueron trastocados, la manera de relacionarnos en todos los ámbitos, de establecer prioridades, de afrontar las emociones.
Primero hasta disfrutamos el impasse y luego pasamos a preocuparnos debido a la extensión de la pandemia, a la cantidad de fallecimientos, a que a nivel mundial crecía la curva y se cerraron fronteras. Pasamos a preocuparnos por nuestras vidas, la de los nuestros, por las pérdidas económicas y el deterioro de la calidad de vida en todo sentido.
Conforme pasaron los meses, transitamos de la sorpresa a un estado casi de aceptación. La llamada nueva normalidad sin que aún acabe por instalarse, se acomodó en nuestras vidas de alguna manera. Así que aprendimos a convivir con los nuevos hábitos que el virus imponía.
Aceptamos la distancia y los no abrazos, pero no aceptamos el distanciamiento que entorpece el diálogo. Aceptamos el encierro, pero no cerrar los ojos ni el corazón.
Nos sumamos a la tendencia de trabajar en modalidad Home Office, lidiando con la baja señal de internet y persiguiéndola con laptop en mano como cazando pokemones.
Improvisamos un lugar de trabajo en el pequeño escritorio o de plano invadimos el comedor para luego tener que comer parados equilibrando plato y no desinstalar todo el tinglado.
Las sillas del comedor nos causaron dolores de espalda. La familia enloquecía estando todo el día conviviendo. Conocimos a los vecinos que nunca habíamos visto y hasta aprendimos a reconocer sus voces gritándoles a sus hijos que no querían hacer la tarea.
Si teníamos que salir por algo a la tiendita de la esquina, la familia en casa nos recibía con sendas rociadas de jabón o cloro. Y al inicio de la pandemia, hasta había una charola en la entrada para encuerarse y ahí colocar zapatos y ropa supuestamente contaminada.
Los horarios se repartían entre cumplir con el trabajo remoto, la lavadora, hacer la comida, limpiar esto y aquello, pedir víveres, recibirlos y desinfectar hasta un alfiler, no vaya a ser el chamuco.
La economía mermando, cero clientes y luego uno o dos justo cuando ya se debía todo.
Las cuentas por pagar corriendo como si fuera un maratón.
Y a aguantarse un dolor de panza, porque era y sigue siendo, impensable ir a la sala de espera de un consultorio médico.
¿Qué aprendimos de todo esto? ¿cómo cambiaron nuestras prioridades? ¿a quienes nos acercamos más? ¿de quienes nos alejamos para siempre? ¿qué nos hace reír o llorar? ¿en qué ponemos el foco de atención?
El 2020 contará miles de millones de historias. Cada persona tiene la suya propia y sin embargo cada vez nos percibimos más parecidos unos a otros. No hay tantas diferencias, por lo menos no tantas como nos la han estado vendiendo el clasismo y el consumismo.
Somos los mismos seres elementales, ávidos de un abrazo, de sentirnos reconocidos, de sentir el día soleado sobre nuestros hombros, de mirar las estrellas, de mojarnos en la lluvia.
Teníamos esperanza en el 2021, pero la OMS dice que esto va para largo, casi hasta el 2023. Vemos la guerra por la Vacuna anti covid19. Hemos visto caer la bolsa, subir el bitcoin, subir y bajar el dólar.
La gente revienta y sale a manifestarse porque los reclamos por los derechos no esperan. Los Gobiernos de los países hicieron de todo, o nada, o se pasmaron, o tomaron malas decisiones para equilibrar el caos social, económico y de salud.
Entre la población había los que tenían miedo de morir infectados, los que ni creían en el virus, los que aseguraban que era una conspiración mundial, los que desafiaban al virus y los suicidas. Pero también los que no les quedaba de otra que enfrentarlo saliendo a chambear.
Hubo muertos sin una despedida y vivos en total soledad.
Hubo quien derrotó al virus y bebés naciendo bautizados como Covid.
Cerraron miles de empresas, hubo y sigue el proceso de desempleo. Otras empresas crecieron tanto que de pronto se encontraron en un “happy problem”, pero problema al fin.
De pronto nuestras vidas fueron guiadas por una semaforización y en tantas gamas de colores del Pantone que éste parecía agotarse.
Un día decía la Jefa de Gobierno de CDMX, que continuábamos en naranja, pero más hacia el rojo y luego otro poquito más, casi casi en rojo y así, hasta que hoy entramos en Alerta Máxima cuando justamente ayer, “el color del semáforo no importaba” como lo declaró un funcionario.
Si alguien me pregunta cómo me siento, les diría que me siento “pa’llá y pa’cá”, seguramente un término que tendrá que descifrar la psiquiatría.
Todos hemos tenido noches de insomnio y un permanente hoyo en la panza pensando qué es lo que sigue. Y sigue un año nuevo muy parecido a éste. Tal vez tenemos más experiencia en cómo proceder ante lo cotidiano; tal vez ya no asuste tanto, pero como el enemigo sigue siendo invisible la incertidumbre es lo que predomina.
Sin embargo y a pesar de todo, tal vez PORQUE SOMOS MEXICANOS como dijo Guillermo Del Toro en los premios Golden Globes, sabremos esquivar a la huesuda y hasta inventar negocios en la Luna, porque si algo nos sobra, es creatividad y el Coronavirus que nos haga los mandados.
Tengan por favor una Feliz Navidad y celebren el Año Nuevo por todo lo alto, porque nosotros mismos, nos encargaremos de hacer el año que queremos que sea.